domingo, 27 de octubre de 2019

Las lágrimas del desierto


Un misionero, llegó a un poblado cercano al Sahara, y quiso ver toda la belleza del desierto, tras el nuevo amanecer.

El primer día, se quedó muy sorprendido, porque vio a un hombre tirado sobre una duna, acariciándola con la mano y el oído pegado a la arena, y pensó que quizás estaba loco.

La escena se repitió todos los días, y después de una semana, intrigado por aquella conducta rara, el misionero decidió dirigirse a él para preguntarle:

―¿Qué está usted haciendo?

Hago compañía al desierto, ―contestó el hombre―. Para consolarlo por su soledad y frustración.

No sabía que el desierto fuese capaz de sentir. ―Dijo el misionero.

―Se lamenta todos los días, ―respondió él―. Porque sueña con volverse útil para el hombre y transformarse en un inmenso oasis, donde se puedan cultivar toda clase de frutos.

―Pues dígale al desierto, que cumple muy bien su presente misión, ― comentó el misionero―. Porque cada vez que camino cerca, veo su auténtica grandeza, con sus espacios infinitos, que me permiten ver lo pequeños e insignificantes que somos ante la inmensidad de la creación.
Sus dunas me ayudan a meditar y con la salida del sol, mi alma se llena de júbilo y me aproxima más a Dios.

Al día siguiente, el misionero preguntó al hombre:
―¿Le comunicó al desierto todo lo que le dije?
El hombre, asintió con la cabeza.
―¿Y aún continúa lamentándose?
―Sí, puedo escuchar sus sollozos. Ahora él llora porque pasó miles de años pensando que no servía para nada, y malgastó todo el tiempo maldiciendo su destino.
―Pues dígale que el hombre tiene una vida muy parecida, aunque más corta, ya que también pasa mucho tiempo pensando que no sirve para nada, y en muy pocas ocasiones descubre la verdadera razón de su destino, culpando de ello a la vida, que ha sido injusta con él; y cuando la vida le demuestra cual es su misión, piensa que ya es demasiado tarde para cambiar de vida. Lo mismo que el desierto, se lamenta por el tiempo perdido.
―No sé si el desierto me escuchará, ―dijo el hombre―. Él ya está acostumbrado a sufrir, y no puede ver el lado bueno de las cosas.
―Eso es porque ha perdido la fe en sí mismo, ―afirmó el misionero―. Y ya no tiene esperanzas de que todo cambie, vamos a transmitirle fuerza y ánimo para que sienta que puede desechar sus miedos y evolucionar.

Al día siguiente, cuando el misionero salió para dar su caminata, el hombre ya no estaba allí. En el lugar donde acostumbraba a abrazar la duna, la arena parecía húmeda, y poco a poco fue manando agua. En las sucesivas semanas, los habitantes del poblado, excavaron un pozo que nunca más se secó.

Los beduinos llaman a ese lugar: Pozo de las Lágrimas del Desierto. Y creen que todo aquel que beba de su agua, conseguirá transformar su sufrimiento en alegría, encontrando finalmente su destino principal en la vida.


Moraleja: El propósito de la vida, es una vida con propósitos (anónimo).


miércoles, 26 de junio de 2019

La escudilla del mendigo

Un mendigo, se consideraba a sí mismo, el más pobre de entre los
pobres, ya que tan solo tenía, aparte de sus raídas ropas, una vieja y
sucia escudilla.

La había heredado de su padre, quien también la recibió de sus
antepasados, y por su aspecto, se podía decir que era un cacharro viejo, aunque para el mendigo, era un bien muy preciado, porque con ella, ganaba algún dinero, pidiendo por las calles.

Unas veces, ponía la escudilla avergonzado de tener que pedir para
comer, ya que pensaba que: quién iba a dar trabajo, a un mendigo como él; y otras, la acercaba exigiendo con rencor y envidia, hacia los que tenían mucho más, por creer, que él también era merecedor de disfrutar de alguna que otra riqueza.

Un día, que no había conseguido nada de dinero, desesperado, entró en un comercio con la escudilla en la mano, y a cada uno de los clientes, fue pidiendo limosna, hasta llegar por último al comerciante, que se quedó mirando la escudilla con interés, y luego le dijo:

―¿Me la dejas, que la examine?

―Es lo único que tengo, no me la quite. ―Respondió el mendigo.

―Solo quiero verla más de cerca. ―Volvió a insistir el comerciante.

Una vez en sus manos, la miró, la golpeó y la frotó con una piedra de toque, luego con total honestidad, afirmó:

―Eres un mendigo muy raro, vas pidiendo por ahí, y tienes más riqueza que yo.

―Por favor, no se burle de mí. ―Le rogó el mendigo.

―No me estoy burlando, ―contestó el comerciante―. Tu escudilla es de oro macizo, y vale muchísimo.

Moraleja: La verdadera riqueza, está en la suma de valores que hay depositados en el alma, un alma sin valores es como un gran tesoro perdido (anónimo).

jueves, 29 de noviembre de 2018

La llave del crecimiento


Un joven, que deseaba avanzar en su vida espiritual, se propuso buscar al maestro más sabio, que le ayudara en su progreso.

Recorrió pueblos y ciudades, desiertos y junglas, valles y montañas, hasta que por fin, le hablaron de un anciano eremita, que vivía de forma muy humilde, en la cima de una montaña, y fue a ver al sabio, para que lo instruyera en su liberación.

Subiendo el escarpado camino, hacia su cabaña, se encontró con el ermitaño que bajaba, y sin mediar palabra, éste lo miró a los ojos, y le dio una pequeña y antigua llave que llevaba colgada del cuello, luego prosiguió su camino, y el joven, con ese gesto, sintió como en un instante, toda una eternidad de paz y amor penetrara en su corazón, que le hizo comprender que tenía que despojarse de todas las ataduras de la mente, que no le dejaban avanzar.

La llave representaba la liberación del eremita y de sus pocas ataduras, y traspasándola, invitaba al joven a hacer lo mismo, porque cuando una persona se empieza a liberar de las cosas que le atan, termina despojándose de la carga innecesaria que lleva en el corazón: el odio, la codicia, el ego, la ira, que hay que dejar salir para que entre: el amor, la paz, la serenidad...


Moraleja: La vida es un eterno dejar ir, solamente con las manos vacías se puede agarrar algo nuevo (anónimo).

Las lágrimas del desierto

Un misionero, llegó a un poblado cercano al Sahara, y quiso ver toda la belleza del desierto, tras el nuevo amanecer. El primer día,...